martes, 28 de septiembre de 2010

No cambiaría

No cambiaría las tardes innumerables, de rojos matices y dorados destellos. No cambiaría las noches de plata, de azul profundo, de violeta interminable. No cambiaría las estrellas taciturnas sobre las negras ramas entrecruzadas bajo un cielo de azur. No cambiaría el carmín, el fuego, el abrazo, no cambiaría el perfume de sudor real, no cambiaría tu olor de flores en el campo. No cambiaría los hilos sedosos de múltiples colores escondidos en los negros tejidos. No cambiaría tampoco las mejías sonrosadas, ni la piel lactosa ni la risa de jovial e ingenua picardía. No cambiaría las pláticas ni discusiones, las palabras iluminadas por la luz de ojos vivos, más vivos bajo las velas. No cambiaría el descenso de un cuello, suave como las plumas del cisne. No cambiaría los pasos que llevan hasta donde estás, ni las rutas, ni los kilómetros, ni la gente que me topo en cada esquina para poder irte a ver. No cambiaría un sueño con tu nombre, no cambiaría la primera vez, no cambiaría tampoco la noche donde dejé de hacer lo debido para iniciar la ineluctable tarea de quererte, no cambiaría los mates ni el café. No cambiaría el lago, ni el sonido de la lluvia mientras miramos el techo, no cambiaría el “discúlpame” por el sudor de mis manos, no cambiaría las fechas ni los errores, ni los jadeantes paseos en bicicleta, ni las lámparas del parque, ni los rumores de extraños en el caminito que lleva a tu casa, ni el grito del loco, ni la montaña, ni el mar. No cambiaría el espacio donde supimos que cada uno es de ambos. No te cambiaría por nada, pues de perderte, nada es lo único que quedaría.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El último comandante: una secuencia de estereotipos

Bastante esperanzado quedé con la Yuma después de verla. Me gustó, me entretuvo y me hizo reír. La gente con la que había ido a verla igualmente quedó satisfecha y pensábamos, creo que seguimos haciéndolo, que en Nicaragua hay todavía mucho potencial para hacer cine o productos audiovisuales interesantes y creativos. Claro está que la plata es siempre el principal lastre que retrasa este tipo de creaciones.

Con la misma esperanza fui a ver “El último comandante”, de la directora Isabel Martínez (tica nicaragüense) y el brasileño Vicente Ferraz. Me aventuré a ver la nueva propuesta cinematográfica. Sala llena, mucha gente, farándula local, ex políticos. Me tocó sentarme en los escalones, junto con mi acompañante y dos amigos, al igual que muchas otras personas que no alcanzaron a tomar asiento.

En síntesis la película trata sobre un ex guerrillero nicaragüense (Paco Jarquín) que durante la guerra de los 80´s, cansado de ésta y buscando una vida más tranquila, huye hacia Costa Rica para alcanzar su sueño de ser profesor de baile. Hasta este punto, la película no me sonaba muy convincente, pero bueno había que darle una oportunidad. De igual manera, cualquier tipo de historia que esté bien contada puede llegar a ser agradable.

Uno de los elementos que restó puntos a la película fueron los diálogos, o más bien los acentos de los personajes. Damián Alcázar (Paco Jarquín) es un mexicano intentando hablar como nicaragüense y, al menos yo, no logré identificarme con él. Ni siquiera en los jodidos ni los hijos de puta (porque el nica dice hijueputa), que fueron quizás los únicos vestigios de nuestra habla, además del “vos”. Igualmente pasaba con el acento tico, ya que el único que me logró convencer fue el dueño del club “El Yugo”, donde Paco Jarquín impartía sus clases de baile.

La película inicia con Nena (ex amante de Paco y ex guerrillera) que llega a Costa Rica para encontrarse con él, después de haber recibido un telegrama donde confirmaba que éste seguía vivo. Sin embargo el papel de Nena pasa a un segundo plano, ya que la trama se pierde en contar la historia de Jarquín, guerrillero arrepentido, mujeriego y oportunista, que robó la vida de Marvin Rosa, la mejor cantante del Caribe costarricense. Le prometió fama, fantasías y sueños para después abandonarla a su suerte, y convertirla en una alcohólica que muere en un hospital público de la capital tica. Nadie sabe al final quién envió el telegrama, y Nena termina borracha un mediodía en las calles de San José.

Otro personaje fue Morita (Alfredo Catania). Él es el que sigue creyendo en los ideales, el que se ha quedado atrapado en el tiempo, con su casa cayéndose a pedazos, imaginando conspiraciones, creyendo que la guerrilla se está organizando en las montañas, que la lucha final aún no se ha consumado. Sin embargo el personaje, a mi criterio, al final llega a ser ridículo, digno de lástima, el típico con el que todos y todas exclaman: “Qué bello”, pero nadie se atreve a ser como él; ya sea por el evidente fracaso económico al que está sometido o por sus ideales anacrónicos. Al menos ésta es la imagen que la película proyecta.

No me gustó el hecho de que se haya trabajado el estereotipo del nicaragüense en Costa Rica: Mujeriego, displicente, misógino y oportunista. Me pareció también una burla a la revolución y a los revolucionarios al crear este personaje de Morita: iluso, ingenuo, casi divagador y desfasado. Personalmente no creo que la revolución, o la lucha armada al final no hayan valido la pena, y si la revolución no pudo continuar, fue por motivos que la historia bien ha sabido aclarar.

Me pareció la típica historia: la revolución nicaragüense fueron un montón de oportunistas que al final sólo robaron. Creer en la revolución actualmente es algo desfasado y fuera de lugar. Los que creen en la revolución son pendejos o están destinados a la pobreza. ¿Es acaso esta historia la percepción de los arrepentidos?

Algo rescatable de la película fue la fotografía, porque por ahí se dejaban ver sus planos bien elaborados. Igualmente las imágenes de archivo son siempre bienvenidas. Los actores hicieron un buen trabajo en la medida de lo posible (Alcázar y Catania) y vuelvo a opinar que las imágenes de archivo fueron muy buenas. Como cine centroamericano, y latinoamericano, temo por la imagen que del nicaragüense se puedan llevar los demás países, al igual que de nuestra revolución. Espero, no obstante, que también esta película les inste a investigar un poco más sobre la misma.


http://www.youtube.com/watch?v=07k0tFX_jas

jueves, 16 de septiembre de 2010

La Finca, Playa Amarillo, "Ramb" y un cobrador Xenófobo

Ese día abordé el bus hacia Rivas con mi compañera. Falso era el cartel de expresso del bus, que se fue deteniendo en todo el camino hacia la ciudad de los mangos, no obstante el recorrido no pasó de las dos horas, mismo tiempo que había durado el viaje en ocasiones anteriores en buses más grandes y sin parada alguna. Sin embargo cabe destacar que tal vez fue eso, la excesiva velocidad, lo que ocasionó que una amiga que abordaría el mismo bus en Masaya, no lograra hacerlo a tiempo. A partir de ahí el viaje se convertiría en una amalgama de eventos fuera de lo esperado e incómodos, pero que al final serían el tópico de este relato.

No sé de otro nombre con el cual denominar la rotondita de Rivas, lugar donde desembarcamos y caminamos hasta la casa de Camilo, nuestro anfitrión. Al llegar notificamos el percance de Tagni, nuestra amiga de Masaya, pero ésta ya se encontraba por Nandaime y estaba tal vez a 40 minutos de Rivas. Esperamos entonces a que llegara para emprender el viaje hacia la finca. Una vez que ésta hizo su aparición, montamos nuestras maletas, alistamos las botas de hule, alimentos y hamacas y abordamos la camioneta. Pero pasó que el cuñado de Camilo ocuparía el vehículo y sólo nos podría dejar cerca del lugar. Aún así no importó y después de hacer unas últimas compras salimos.

La finca no queda lejos, a unos 8 kilómetros de la ciudad. El camino hacia ésta es de tierra, lleno de árboles, grandes que extienden su ramas sobre el camino y dan una sombra fresca y agradable. Serían tal vez las 4:30 de la tarde cuando llegamos a la entrada, una distinta de la que anteriormente se había pensado, porque las lluvias constantes habían deteriorado un poco el camino. Bajamos de la camioneta y empezamos a recoger nuestras cosas: una sandía, un bidón de agua, una botella de coca cola y las mochilas. Ya listos empezamos a caminar. Habrá sido una caminata de tal vez 20 minutos, pero las piedras, las botas de hule y el peso de los motetes hizo que se sintiera de más, también el calor húmedo y la presión de la lluvia venidera alargaba la caminata. Bordeamos el camino, atravesando fincas aledañas porque el fango hacía posible el paso sólo a los bueyes. En 60 centímetros de lodo, hasta las camionetas más intrépidas tienen dificultades.

Llegamos a un cerco de alambre de púas, lo pasamos y nos adentramos entre montarascales y lodo. Cuesta arriba, “cuidado que ahí está resbaloso”, después de cinco minutos llegamos a una loma desde donde se veía la casita donde nos alojaríamos. La casa es sencilla: un pequeño porche de 5x1 aproximadamente, un cuarto con una litera y una bodega, un pasillo en medio de éstos con una pequeña mesa donde se ponen los pocillos, cuchillos, etc., y en la parte posterior, la cocina donde hay un fogón. Nos sentamos a descansar en el porchecito, donde había una hamaca colgada y dos sillas, además de un pequeño comedor rústico y unas banquitas. Mientras la luz de la tarde empalidecía, el calor sofocante se desvanecía, y los truenos retumbaban en la montaña espesa. Los zancudos aparecieron con sus picaduras terribles y el repelente inundó nuestras manos y cuerpos, las velas se encendieron e inundaron con luz rojiza los rostros de los cinco presentes.

Así estuvimos hablando: la historia de la finca, los planes futuros, las historias interesantes que surgen de la montaña. Una nimia luna apareció perezosa, pero las nubes de lluvia callaron su reflejo. En el grupo faltaba La Mona, quien responde al santo y seña de Eddy Guevara, pero la oscuridad y la amenaza de lluvia que empezaba a manifestarse en pequeñas gotas indicaba que éste no aparecería sino hasta el día siguiente. Cuando terminamos de cenar, frijoles molidos, tortillas, yoltamales, queso y tomates cortados en cuadros, decidimos relajarnos. Ya nuestras camas estaban tendidas, y una llamada a La Mona, desde una colina ubicada como a 50 metros de la casa, nos aseguró que éste se encontraba en camino.

El silencio fue interrumpido por un trueno que retumbó terrible por cada rincón de aquella oscuridad, los grillos incesantes que llenaban el ambiente con su serenata monótona callaron, dando a aquél espectáculo auditivo un mayor significado. Cuando la lluvia empezó a precipitarse unas luces de lámparas aparecieron a nuestras espaldas. Pensamos que era La Mona, pero los gritos y maldiciones terminaron de convencernos de que se trataba de alguien más. Hacía su aparición Federico, el hermano de Camilo.

Federico es un tipo que demanda, sin saberlo, mucha atención. Hablaba a gritos, utilizando un lenguaje soez, criticó la finca y la casa, a pesar de que nunca ha movido un sólo dedo para trabajar en ella. Usaban un uniforme militar, llevaba una gorra de las milicias bolivarianas, patillas y usaba el pelo largo Llegó sacudiéndose el lodo de las botas en el piso, chocándolas contra éste, salpicando todo y haciendo un gran estruendo. Acomodó sus cosas tirándolas en una esquina, abrió una cerveza, le dio un trago, eructó y clavó el cuchillo que portaba en la mesa de madera donde habíamos terminado de comer.

En una situación así sólo se puede ser cortés y estar callado. Camilo bajaba la cabeza y respondía con monosílabas, el rostro de Manuela (mi compañera) se deformaba cada vez más, yo intentaba permanecer tranquilo, pero no voy a negar que la aparición del susodicho me había incomodado y todavía no terminaba de entender el por qué de clavar el cuchillo en la mesa. Tagni, que se estaba cambiando cuando todo ocurrió, apareció con cara de preocupada y saludó.

- Cómo te llamás vos?

- Roberto – contesté.

Después le dije que era periodista y que colaboraba en una revista. Creo que fui el único que intercambió unas cuantas palabras con Federico, aparte de Adriana, novia de Camilo, y Camilo. Federico llegó acompañado por su novia, una canadiense que ni bebe ni fuma ni habla, y por un personaje de 19 años llamado Hans.

Hans intentaba ser culto y educado, citaba autores en situaciones fuera de lugar y al no encontrar una mejor respuesta a lo que Federico decía sólo contestaba. “Pues si los genios están llenos de dudas, vos sos un ignorante porque creés que siempre tenés la razón. Toda tu ignorancia me confunde, por eso es que no sé cómo responderte”. Ante la situación incómoda, chistosa y patética, nos fuimos retirando. No sabíamos qué iba a pasar con este personaje en la casa, no sabíamos si habría algún pleito, si las navajas aflorarían o si nos veríamos obligados a consumir el guaro con la condición de escuchar las historias de Federico que siempre incluían pleitos contra más de dos personas, cuchillos, heridas, altercados con la autoridad o situaciones al borde de la muerte. Pero la luz apareció en el mismo camino por el que habíamos venido: La Mona había llegado. Ese fue el momento en que todos pudimos respirar tranquilos, porque tanto Camilo como Federico sabían que si éste no aparecía el qué pasaría era más que incierto. Me fui al cuarto, pero casi no pude dormir.

Cuando salió el sol me sentí tranquilo. Hans se había levantado a las cuatro de la mañana con la justificación de que esa era la hora en que uno se levantaba en el campo. No obstante nadie acató su sugerencia y el día empezó tres o cuatro horas después. Cuando salí del cuarto Federico estaba más tranquilo, ya casi no gritaba y saludó con un “buenos días” a todos. En todos sus motetes habían guardado alcohol pero no comida, y su compañía no trascendería más allá del mediodía.

El inesperado grupo salió en dirección al río como a las nueve de la mañana y aseguraron que a las diez y media se irían. Al fin y al cabo podríamos estar tranquilos el resto del día. Desayunamos y estuvimos platicando y riéndonos del episodio de la noche anterior, Federico dejó de llamarse así y pasó a ser Ramb, apodo en un dialecto de inglés degenerado que hemos inventado para nosotros mismos; haciéndole honor al ya desaparecido personaje de Rambo. Camilo se disculpó con nosotros por la impertinencia, pero ahora causaba más risa que incomodidad.Cuando Ramb y sus secuaces llegaron de su excursión por el río, decidimos que era nuestro turno de explorarlo. Tagni optó por quedarse y platicar un rato con los otros.

Partimos entonces Adriana, Manuela, La Mona, Camilo y yo en dirección al río. El camino estaba resbaloso en muchos trechos, las botas se llenaban de lodo, utilizábamos unas varillas que Ramb había cortado a punta de machete y nos adentramos en la montaña calurosa y plagada de chicharras. Unos saltamontes gigantes brincaban de rama en rama, las mayas copulaban en los tallos de las hojas, arañas de colores permanecían inmóviles en sus redes o en las hojas de los árboles pequeños. De pronto llegamos a una pasada que no contaba con más de treinta centímetros de ancho, y se extendía por unos seis metros al lado de un precipicio de unos 8 metros de profundidad. Era de lodo puro y la bota resbalaba por lo que había que caminar con precaución y cautela, decidí aferrarme a un monte a mi ladeo izquierdo, sin importarme el olor a chinche que se esparció al tocar mi mano el zacate.

Logramos llegar al río que por las lluvias estaba sucio. Camilo nos contó que durante el verano el agua es transparente y es posible bucear ya que es lo suficientemente profundo para hacerlo. El tronco enorme de un árbol, de aproximadamente unos tres metros de ancho, había sido arrastrado por la corriente, lo que dejaba entrever la fuerza de ésta y la profundidad del río. También era un episodio triste el ver que dicho árbol, milenario por su tamaño, había sido talado. Bajamos al río y me sorprendió el hecho de que la orilla de éste se componía de arena volcánica, igual a la arena del mar. Había que ser cuidadoso porque la arena se hundía súbitamente y el agua cubría la bota. Estuvimos ahí alrededor de media hora y después emprendimos la retirada. Igualmente hubo trechos resbalosos al borde de precipicios, y llegamos a la casa después de cuarenta minutos caminando.

Cuando llegamos, Ramb y su gente ya se habían ido, y Tagni leía en la hamaca. Era casi mediodía y dispusimos los alimentos para almorzar. Esta vez se le añadía al plato chorizos a la parrilla, además de los frijoles y las tortillas. Estuvimos entonces platicando y chileando sobre Ramb y sus acompañantes, descansando y tomando té helado. La Mona había llevado la noche anterior un termo pequeño con hielo que fue de mucha utilidad. A las cuatro y media teníamos todo listo y decidimos regresar a la casa. Cuando llegamos a la entrada, la misma donde nos habíamos bajado el día anterior, pusimos nuestras cosas en el piso y esperamos al hermano mayor de Camilo que nos iría a traer. Esperamos alrededor de media hora, mientras el sol se volvía a ocultar y teñía de naranja todo a nuestro alrededor. Los monos congos aullaban y se cruzaban entre las ramas de los árboles. Las urracas chillaban en las copas de los árboles y la gente pasaba por el camino en moto, bicicletas o arreando yuntas de bueyes, mientras saludaban. Finalmente llegó la camioneta que esperábamos y nos montamos.

Al llegar a la casa, ahí estaba Ramb, que gritaba, y su novia estaba sentada en una silla, pero al poco tiempo se fueron y no regresarían más. Después de un baño más que necesario, una opípara cena de pasta integral, atún, chiltomas, tomates y chorizos que habían sobrado aplacaron el hambre. Una copiosa lluvia empezó a caer y a refrescar el ambiente. La Mona apareció un rato después, y una vez organizado el grupo, recogimos dinero para comprar unos cuantos litros de bien merecida cerveza. A la mañana siguiente emprenderíamos camino hacia Playa Amarillo, una playa desolada y tranquila donde podríamos recompensar las impertinencias del viaje a la finca. Al grupo se unirían otros amigos, La Chela y Moisés, quienes irían acompañados por dos personas más. El preámbulo del viaje indicaba que las emociones de los nuevos miembros del grupo, o al menos de Moisés, estaban exaltadas, pero no le dimos importancia por el mismo carácter del ya mencionado. “Sería bueno que estuvieran acá a las 8 de la mañana, para aprovechar el día”, decía el mensaje de texto, su respuesta fue un “Jajaja”, sarcástico. Al caer la medianoche nos fuimos a dormir.

A las ocho de la mañana del día siguiente me desperté y al salir noté que había mucha tranquilidad. Las puertas de los cuartos estaban cerradas y pensé que nadie había llegado aún y que la partida hacia el mar sería más tarde. En efecto, a las diez de la mañana aparcaban los recién llegados y decidimos ir al Palí para abastecernos de algunos víveres. Todo fue muy rápido, se compraron cantidades desmesuradas de comida que no necesitaríamos teniendo que dar una cuota de 55 córdobas por ella. “Bien”, pensé yo, “nunca está de más ser precavidos, además en el mar da hambre”. Para economizar combustible, decidimos que todos viajaríamos en la misma camioneta, además el vehículo de Camilo posiblemente lo ocuparían. Después del viaje nos daríamos cuenta de que la dueña de la camioneta no contaba con esto, o al menos así lo pensamos.

“Al primer río que vea me devuelvo”, dijo ella. El comentario pareció desubicado, una Hilux evidentemente pasaría por el camino en que una camioneta más pequeña y más vieja, como la de nuestro anfitrión, había pasado anteriormente. Desde ya se percibía que la disposición de la conductora no era 100 por ciento segura, pero ya una vez embarcados habría que seguir adelante. Fuimos entonces en dirección a Amarillo, que estaba a una hora quizás de Rivas. El camino es accidentado, pero a pesar de la lluvia estaba bastante seco.

Algunas vertientes y riachuelos se habían desbordado pero incluso una bicicleta podía pasar sobre ellos, pero al llegar a una bajada, donde el río acaparaba tal vez dos metros del camino la conductora paró. “Yo no paso por ahí, a cuánto estamos, bajémonos acá, caminemos”. Todos pensamos que exageraba o que era una broma, pero al bajarnos y al retroceder ella y parquear el vehículo supimos que no era así. Yo pensaba que era ridículo, Camilo sólo reía y decía “de haber sabido esto hubiese sacado mi carro”, La Mona lo tranquilizaba y decía que estaba en su derecho, que se notaba que no tenía experiencia en ese tipo de caminos, que era la camioneta del papá de ella y que era comprensible.

Un Yaris pasó al lado nuestro y se introdujo en el río con toda tranquilidad y facilidad, lo atravesó y se perdió. Esto pareció tocar el orgullo de la conductora, quien se animó a cruzarlo. “Por la izquierda que es donde están las piedras”. La camioneta pasó y seguimos el camino. No obstante la alegría no duraría tanto, puesto que llegamos a otro río, esta vez más ancho en el que, después de vacilar un rato y cruzarlo, terminó pegándose en el fango. El viaje terminó ahí, a pesar de que un campesino nos dijo cómo cruzar. La conductora estaba cerrada y tuvimos que caminar. El mar estaba cerca, a unos quince o veinte minutos. A las tres de la tarde colgábamos hamacas y poníamos toallas en el suelo, en medio de un pequeño bosque, para disfrutar de la estadía. Una inmensa playa, la arena blanca, ningún alma aparte de las nuestras.

Fui a caminar con Manuela, bateando piedras con un palo, mientras ella sacaba fotos. Los zopilotes se disputaban un pez muerto. El sol quemaba y el agua era verde. Después de media hora decidimos que era bueno ir al mar, unas nubes habían tapado el sol y no habría que preocuparse por la insolación. Estuvimos un rato en las olas, disfrutando del agua cálida, la marea subía y de vez en cuando golpeaba con fuerza pero en sí era relajante sumergirse en el agua y sentir la fuerza del mar agitar los pies. Salimos para tomar algo y nos sentamos en un tronco a contemplar el mar. Aquella inmensidad nos dejaba perplejos, pero el sol empezaba a quemar y fuimos a refugiarnos en el bosquecito para comer algo. Pero al llegar observo que todos están recogiendo sus cosas, algunos tienen las mochilas puestas y la conductora con su novio ya habían caminado unos diez metros.

Todo parecía indicar que ella había decidido que la partida sería a las cuatro de la tarde. No hubo mayor alternativa que guardar las cosas a la carrera e irnos. “Hubiésemos traído a Ramb para que le dijera: Aquí se está yendo nadie” dijo la Mona. Todos reímos, sin entender lo que pasaba. “Apúrense que esta maje es capaz de dejarnos” decían unos, cosa que pareció preocupar a La Mona que sólo preguntó “¿En serio?”. Después, las que conocían el historial de comportamiento de nuestra conductora (y sus hermanas) dijeron que eso era normal. “Tuvimos que haber empezado por saber la biografía de esta maje antes de embarcarnos con ella”, dijo la Mona y todos reímos.

Al llegar al río, donde habíamos parqueado la camioneta, un campesino solitario meciéndose en una mecedora contemplaba la tarde, mientras las gallinas escarbaban la tierra. Ahora que estoy triste y solo, le pido al Creador que me lleve, algo así decía la ranchera que escuchaba… una escena que creo no voy a olvidar. Atravesamos el río, montamos las maletas y partimos hacia la casa. Después nos enteramos que el plan de nuestra conductora era ir a San Juan del Sur, porque después iría para Jinotepe a la finca de su padre o algo por el estilo. A las seis de la tarde estábamos todos en la casa, cenamos y conversamos un rato, pero a la medianoche, el sol y el cansancio nos abatieron, además habría que partir temprano en búsqueda de buses hacia Managua.

Al día siguiente, después de desayunar fuimos al mercado, abordamos el bus y acomodamos maletas. El viaje transcurrió sin ningún percance, con la excepción de que el cobrador a cada extranjero le cobraba 10 córdobas de más. El rótulo frente al bus decía 40 y al darle yo un billete de cien para pagar dos pasajes, no me dio vuelto. Por suerte había notado ya que el tipo no regresaba vuelto a los cheles bajo la justificación de que no andaba cambio. “Mirá hermanó el pasaje es de cuarenta, no te me hagás el loco y dame el vuelto”, todavía se dio el lujo de decirme que tuviese calma y de mala gana me entregó los 20 pesos, pero creo que se sorprendió al escuchar a un chele mechudo y medio barbado hablarle como perfecto nica.

Terminaba así un viaje bastante azaroso, con una serie de eventos fuera de agenda pero que al final fueron un motivo para escribir, un motivo para reír y recordar. No sé si los cheles habrán recibido su cambio, no sé si Ramb se enfrenta a un ejército de macheteros o si nada contra las corrientes de Majahual. Lo que sí sé, es que nunca más voy a tomar un expresso porque sale el mismo tiempo que un bus ruteado y es más barato, además de procurar entregar el pasaje completo para evitar percances con cobradores que se quieran pasar de vivos.

http://www.facebook.com/album.php?aid=3415&id=100001645538583


jueves, 9 de septiembre de 2010

No hay más refugio

Para que bebiese el vino
Que es propicio a los poetas.

Rubén Darío

Desde hace rato que escuché que habían mandado a cerrar los bares cercanos a la Avenida Universitaria. O bien, no que los hubiesen cerrado, sino que era prohibida la venta de licor. Esto se dio en el contexto de unas protestas en la UNI, y según rumores fue porque los que protestaban se emborrachaban en estos bares y por ende una simple protesta, al calor de los tragos, podría desembocar en una tragedia.

Hace poco estuve en “El Panal”, ya sabía de la prohibición sin embargo el ambiente de dicho bar me gusta y el café que ahí sirven es muy bueno. Me reuní con unos amigos y mientras platicábamos aparecieron dos oficiales boinas rojas, patrulleros, para corroborar si la venta de alcohol seguía vetada. Hubo pleito, maldiciones, la voy a denunciar, vos me pediste riales la vez pasada, le voy a hacer la vida imposible con este negocio y demás maldiciones que incomodaron a todos los presentes. Al menos el gendarme vio que en nuestra mesa sólo había dos botellas de coca cola y un café humeante.

No sé si la dueña vende guaro o si el policía pidió mordida, siendo realistas ninguno de los casos es ajeno a lo posible. Sin embargo sí me molesta que hayan prohibido la venta de alcohol. Acá no quiero promover el consumo de las bebidas alcohólicas, sé que con los vicios es mejor llevárselas al suave, pero por qué afectar a dichos establecimientos por la incapacidad de los dirigentes de controlar a sus súbditos, además ¿qué le impide a un joven comprar una pachita de ron plata o caballito en una venta cercana a su casa, meterla en la mochila y bebérsela durante la manifestación?

¿Qué es una Universidad sin un bar? Puede que sea un estereotipo, pero creo también que es una cuestión más de identificación, de sentir algo como propio. Vivimos en Managua, una ciudad que para los que nacimos después del 72 hemos escuchado sólo ayes de lo que fue, de aquella noche del terremoto, de lo que era la avenida tal y el montón de cuentos de viejos que al final no hicieron mayor cosa que lamentarse. Pero bueno, también la geografía de la capital impide mayor cosa. El asunto es que no vivimos en una ciudad que podemos llamar propia o al menos es muy difícil. No es posible caminar, no hay edificios, no hay avenidas (y si las hay qué importa, nadie las conoce), qué puta es una plaza central sino un lugar donde es peligroso andar a pie. Managua es para los de carro, así de sencillo.

Otra cosa que identifica a Managua es que los negocios abren 3 ó 4 meses y después cierran. Dijo un empresario que era porque no conocían el mercado, también puede ser porque son lavanderías (lavado de dinero), no sé. Sin embargo estos establecimientos cercanos a lo que es la Avenida Universitaria siempre han existido. En un momento hubo un bar que se llamó la Oca, y después de muchos bacanales, en el sentido literario de la palabra, hubo un muerto. Está bien, lo cerraron, porque sus dueños fueron incapaces de controlar los excesos universitarios hasta el punto de desembocar en tragedia. Pero eso fue ya hace tiempo, y hasta ahora nunca se repitió un evento similar.

Pero que ahora vengan con el cuento de que no es posible vender alcohol para que no se emborrachen los estudiantes, o los manifestantes, me parece absurdo. Estamos hablando de universitarios, de chavalos y chavalas que supuestamente ya deciden y saben las consecuencias de sus actos. El Panal para mí fue un refugio después de clases, el punto de reunión a final de año, la antesala de una noche de viernes, el sitio donde tuve miles de pláticas interesantes, conocí gente y aprendí de ellos litro tras litro y aún así salí de la Universidad en tiempo y forma. El Panal fue mi bar, y el de muchos de mis amigos y conocidos: mesas atiborradas, las mismas caras de siempre, los periodistas de la Radio Ya, un sitio donde convergía todo el mundo. Ahora mesas vacías, una que otra pareja que almuerza y se va. Otra vez ha desaparecido (o está desapareciendo) un ícono, tal vez no de Managua, pero sí de dos (o tres) de las universidades más importantes del país.

Creo que esta medida tomada contra los bares “universitarios” es errada, porque anula la capacidad de decidir y más bien fomenta la acción a escondidas que, a mi criterio, es peor. Además, el que quiere beber lo va a hacer con o sin bar cercano, el que no quiere ir a clases no va a ir… hablamos de universitarios y si algo se sabe de ellos, es que las imposiciones no van con el carácter de los mismos.